Llovía. El agua
transformaba la tierra inerte en barro blando y maloliente. Mi perro Spinfo
pataleaba tratando de flotar sobre la superficie, algo difícil por la cadena
que lo unía a su cucha hecha con retazos de chapas publicitarias de antiguos
evos, que algún que otro cazador de tesoros arqueológicos me quiso comprar sin
lograrlo. No es que yo fuera cruel, pero llovía, era día de tortas fritas y
esperaba una amazona de luengos cabellos rubios que dilapidaría mi nutrido
néctar en un turbión sobre su rostro virginal, en una exuberante metáfora del
clima exterior.
Cuando Spinfo
desapareció de la superficie, dejé la masa y salí desnudo, arrojándome en la charca que se había formado.
Sumergiéndome solté al noble animalejo, estaba tan agradecido que se prendió
a mi pierna e hizo frenéticos movimientos. Lo golpeé un poco, no demasiado —para que no digan después que soy un
maltratador de animales y me lleven al cadalso de las redes sociales— y se
fue corriendo y haciendo unos sonidos repetitivos parecidos al “aieee”. Volví a
amasar tortas fritas, mientras miraba en la televisión un programa que me hacía
reír a carcajadas, Vecinos Asesinos,
en el canal ID. Cuidado, yo no pagaba cable, así que no me traten de burgués,
sátrapa o del mismísimo Rey Midas, para soliviantar tal gasto, solamente había
pinchado el cable del edifico que estaba a cinco cuadras y con restos de alambres
de colgar ropa que encontraba acá y allá, hice una conexión
improvisada enterrando la “delgada
línea de conocimiento” para que no me descubrieran. No se veía genial, no
se veía en color, pero se veía y eso ya para mí era un dadivoso logro y además,
una forma de reunir a los vecinos de la villa los días donde proyectaban la
entrega de los premios Totora a los programas de chimentos, o lo que era mejor,
películas porno.
Spinfo aulló
agradecido mientras flotaba sobre una pelela de plástico de Cachito, el vecino
de piel de ébano y pañales inveterados, y digo pañales inveterados, porque desde
que naciera, siempre usaba el mismo, su madre, Shabrona, era
bastante lenta de sesera y mucho más lenta de voluntad para cambiárselo o
lavárselo.
Pero eso también
sería otra historia, así que remitámonos a esta.
Lluvia, tortas
fritas, Spinfo que flotaba y aullaba a una luna que no se veía detrás de las
nubes, pero tampoco se veía porque era de día, una beldad que llegaría y la
pelela de Cachito haciendo de improvisado salvavidas cánido, eran todo el
decorado. Como se me terminaba la grasa para las tortas fritas, rasqué algunos
tachitos y sartenes que tenían los restos de una época más prolífica, una época
donde siempre sobraba un poquito de grasa pegado de los bártulos de la cocina…
una época de dádivas económicas, donde podía vivir sin trabajar, cobrando una
subvención del gobierno para personas con capacidad diferente, que no era más,
ni menos, sólo diferente.
Y golpearon la
puerta, ella entró y yo le dije, con la mayor delicadeza posible, porque su
estampa delgada, sus ojos azules como la pelela de Cachito y su piel bronceada
en norteños balnearios de otras tierras, todo enmarcado bajo sus rizos dorados, me provocaron sacar el poeta que anidaba en la sinuosidad de mi alma: “Oh, mi
hermosa náyade de los ríos, llena de frescura, llena de magia llena de…”… y
sonreí porque tenía dos enormes “lleneces” bajo el mentón.
Ella rió tontamente durante unos cinco o diez minutos, sin parar. Era bella sí, pero para
nada rutilante, aunque, a pesar de todo, estaba por egresar con una maestría de
una de las universidades privadas, así que debería tener algo que mi incapacidad
natural no percibía… algo umbrío que permitía que ella accediera a
conocimientos que yo, estaba imposibilitado de captar.
La detuve con un gesto de mi mano. Ya le había dicho donde dejar su
auto cero quilómetro y ahora, debería hacerlo con sus zapatos.
—Moquete nueva…
— señalé la soberbia moquete que encontrara en un basurero de un barrio de clase
alta. Era maravillosa, llena de pequeñas imágenes de ositos astronautas que
posiblemente, estuvieran en la pared de un pre púber o un adulto con bajas
inclinaciones por los pre púberes.
Ella asintió y
dejó los zapatos que se llevaría Yezika, en la puerta. Yezíka era una vecina que los vendería en la feria y me traería la mitad del dinero.
Imagino que esto
último, le habrá dado una imagen terrible de mí, imagen que difícilmente se
pudieran quitar de su mente, si no fuera porque tengo mis razones, y esas
razones son: “el equilibrio”. Yo considero, desde que tengo uso de razón, que el mundo está mal equilibrado, por
eso lo del “equilibrio” y mi misión
en este mundo. Dar lo que se puede, a cambio de lo que se consigue.
No me
malinterpreten, yo nací con un don y ese don, es dar un placer inconmensurable
a las mujeres, un placer sublime que nace de mi prominente y purpúreo “instrumento de delectación”. Y ellas a
cambio, sin saberlo pero sabiéndolo, me entregaban lo que tenían y que yo, brindaba a los más necesitados. Por eso, en este momento, estarían desguazando
el auto de esta beldad, a la vez que Yezíka se llevaba sus zapatos y, o los
vendía por internet utilizando su Ceibalita, o de terminar este diluvio
imparable y sacro, los vendería en la feria de White Stones. Y es que de esa forma, las
grandes empresas aseguradoras, se harían cargo de pagarle a la chica el abono de
su automóvil. Ya lo de sus zapatos era algo que se escapaba de mis simples
poderes humanos.
Pero había algo
aún más positivo a sus posibles acusaciones, oh, amados lectores… y es que esos
zapatos, caros, finos, se le estropearían de ir nuevamente caminando a su
automóvil por el barro y la basura que flotaba exuberantemente, y más cuando
llegara a su automóvil y se encontrara con la efímera carrocería, sus restos,
mejor dicho. La solidaria Yezíka se los vendería por un precio razonable a una
mujer, o no, que en otra circunstancia no tendría posibilidades de acceder a
ese nirvana del consumo de la clase alta… y esos zapatos, lo eran, un nirvana
extático que harían sentir sus pies llenos de juanetes y callos, como los de
una princesa de cuento de Disney o de Perrault, o de Gatault… Vous comprenes…
Porque entiendan,
si esos zapatos los encontraran en la basura, serían utilizados por una señora
gorda a la que no le entrarían, o por un ser de sexo andrógino que tirara de un
carrito y con sus pies anchos y gigantescos los destrozaría. Porque “lo que viene de arriba, no se valora”,
según decía mi abuelo, el apolíneo Jedediah Chippo, que falleciera cuando la Mujer
Obesa Mórbida del circo Sarrasani, tuviera un orgasmo bajo sus masculinas artes
exóticas orientales —Chippo viene de los Chip Pón de Taipei— y lo absorbiera por
sus conductos reproductivos con una titánica implosión vaginal. De mi abuelo
solo encontraron los lentes y los zapatos, una semana después, en la bacinica de
la innominable, y existe una placa con su nombre en el Salón de la Fama Circense
por su sacrificio.
Ya está,
demasiadas justificaciones, demasiadas historias y demasiadas páginas.
Resumiendo, llovía
afuera, se había inundado el barrio, venía una beldad, entró, dejó los zapatos
afuera, Yezíka rápida como un felino saltó por uno de los ventanales de su loft
de cartón, lata y madera, aunque con gran iluminación, y se apropió de los
enseres pédicos, los chicos a los que llamábamos cariñosamente, “The Smurfs”,
desguazaron su cero quilómetro provocando en una o dos horas, la alegría de su
dueña que un día insinuó que “estaba
estresada porque el Peugeot que le trajeron era color rojo, cuando ella pidió
gris plata” y que ahora cuando cobrara el dinero del seguro, podría
satisfacer obsequiosamente su necesidad estética, con lo cual sería
infinitamente más feliz.
Y entró y con
mucha delicadeza, la hice hincar frente a mí e introduje mi mastodóntico
miembro en su boca y después de friccionarla treinta o cuarenta veces contra
sus dientes, la llené de néctar hasta que le saltaron lágrimas de
agradecimiento.
Y después como
siempre, caminé hasta la puerta mientras ella sin entender, intentaba decir
algo, salí y vi que llovía torrencialmente, pero no tan torrencialmente como
cuando ella llegó, por lo que tomé el trapo de piso viejo, el escobillón y le
dije que debía limpiar su vómito, como era de educación. Cuando ella terminó
torpemente, quizás por estar acostumbrada a que una empleada doméstica lo
hiciera o directamente, porque tenía un grave retardo emocional. Y no es que
yo sea un ser vil al decirlo, sino porque pisó su propio vómito y cayó sobre él
varias veces antes de dejar todo más o menos presentable, así que ante todo,
los hechos empíricos. Cuando concluyó, le entregué su cartera y la acompañé
hasta el umbral de mi morada y cerré la puerta tras de ella.
Disimuladamente, mientras
me limpiaba la ingle con un papel higiénico, la vi alejarse tropezando y cayendo
varias veces en el barro y atravesando a nado un par de charcas, donde flotaban
algunas bestezuelas muertas, o se alzaban a la lluvia indolente, pequeñas islas hechas con las bolsas negras llenas de objetos curiosos y muchas veces
reciclables que arrojaban los solícitos vecinos del complejo cercano —muchos de
esos objetos, adornaban el interior de mi palacio
e incluso de mi baño, como un wáter que yo creía de un beige exquisito y al
final era blanco, pero no estaba muy limpio… Pero bueno, lo dejé así porque el
beige, como dije, era exquisito y el blanco no me gustaba… nada de nada—.
La beldad tropezó
nuevamente y cayó, mientras mi fiel Spinfo se arrojaba sobre las pantorrillas
torneadas y comenzaba a sacudirse en un frenesí pantagruélico. Ella trató de
golpearlo pero el can era muy rápido y estaba acostumbrado a eso, ya que lo
hacía con todas mis “invitadas” que
eran numerosas y desfilaban por mi altar del deseo, como enfermos terminales
ante un curandero con una buena agencia de publicidad. Yo lo dejé ser… maldito
de mí, si hubiera cercenado sus bríos naturales… maldito de mí, si no respetara
su necesidad de manifestarse, algo que mis invitadas debían entender o de lo
contrario, alejarse para no volver nunca jamás.
Erika, creo que se
llamaba y es un milagro divino que lo recordara, se levantó con Spinfo colgado
de su pierna y tiró patadas infructuosas, ya que mi fiel podenco se mantenía
firme, como su amo, siempre rígido y presto a satisfacer a las doncellas. Y
solo el impacto cercano de un rayo lo hizo huir gritando sus “aiees” y
refugiándose debajo de un viejo camión abandonado que fungía como gallinero.
Erika, se levantó y cayó varias veces, completamente cubierta de barro y
haciendo que su luengo y lacio pelo rubio se pareciera a las esponjíneas matas craneales
de Yezíka, se alejó gritándole al destino sus gracias y albricias por haber
estado con un servidor.
Y aquí termino
esta historia apasionada y lluviosa, de humedades inconcebibles y deseos
solazados…
Chippo.